sábado, 17 de octubre de 2015

CTM. ACTIVIDADES TEMA 9






La agricultura en el nuevo milenio 

FRANCISCO GARCÍA OLMEDO, EL PAIS | Economía 20-4-98

Hace exactamente 200 años que el reverendo Thomas Robert Malthus publicó el panfleto anónimo titulado Ensayo sobre la ley de la población y sus efectos sobre el perfeccionamiento futuro de la sociedad, con comentarios sobre las especulaciones de M. Godwin, M. Condorcet y otros autores, que luego se convertiría en su obra más famosa. En él propone que la presión sexual hace crecer a la población humana según una progresión geométrica y que a este crecimiento se contrapone el más limitado de las subsistencias, que sólo pueden aumentar según una progresión aritmética. Por fortuna, la predicción (maldición) malthusiana no se ha cumplido hasta ahora, e incluso, si nos fijamos en los, excedentes agrícolas europeos, pudiera parecer que el problema actual es justo el contrario del imaginado por Malthus. El incremento de la producción de alimentos se ha ido manteniendo por delante del de la población en estos dos siglos a pesar de que la población ha crecido más deprisa de lo que se postulaba en el mencionado panfleto.

Hasta hace unas pocas décadas, este éxito continuado se había basado en el paulatino incremento de la superficie terrestre roturada y, en menor proporción, en el aumento de los rendimientos de las cosechas. Sin embargo, en los últimos años, los aumentos de producción han ocurrido sin variar significativamente la superficie cultivada, gracias a la introducción de variedades vegetales mejoradas susceptibles de cultivo intensivo. Las cifras son muy elocuentes: la producción global de grano por habitante pasó de 250 kilos en 1950 a más de 350 kilos en 1992, e incluso en los países en desarrollo, cuyo crecimiento demográfico ha sido enorme, se superó la cota de los 250 kilos por habitante. Entre 1980 y 1990, las disponibilidades de alimento por habitante crecieron significativamente en todas las regiones, del planeta, con excepción del África subsahariana, donde la sequía y los problemas sociopolíticos condujeron a una situación catastrófica que aún perdura.

Esbozada en los términos, en que acabo de hacerlo, la situación actual de la agricultura a escala global debería inducimos a la complacencia, pero hay poderosas razones que lo impiden: más de 800 millones de nuestros congéneres padecen todavía hambre estricta y, por lo que parece, en el último quinquenio se han hecho pocos progresos en la producción global de alimentos, no estando claro cómo se va a alimentar una población mundial que puede duplicarse en muy pocas décadas. La solución al primer problema es en esencia de índole sociopolítica, pero la del segundo cae de lleno dentro del ámbito agrícola y plantea un reto agobiante al que habremos de hace frente en el inicio del nuevo milenio.

Por si esto fuera poco, al aumento demográfico como motor de la demanda de alimentos se le ha venido a sumar un factor que agrava el problema: el incremento continuo del consumo per cápita. Así, por ejemplo, como ha señalado Lester Brown de Worldwatch, el rápido crecimiento económico de China: está determinando un aumento del consumo de carne que va a forzar a este país a una importación masiva de grano, lo que puede tener consecuencias catastróficas para la situación alimentaria mundial.

No sabemos bien cómo afrontar el desafío planteado. En primer lugar, ya hemos sometido al arado más de mil millones de hectáreas: prácticamente todo el terreno que se prestaba a ello, además de considerables extensiones que hubiera sido mejor no tocar por ser particularmente sensibles a la erosión, la desertización y la salinización, procesos que degradan de forma constante todas las tierras cultivadas. Incluso en Europa y en Estados Unidos, donde se dan las tasas de erosión más bajas, la velocidad de destrucción del suelo agrícola es más de 15 veces superior a la de su formación. En 1950 se disponía de media hectárea de cultivo por persona, cifra que ha quedado reducida a poco más de la mitad en la actualidad y que pronto alcanzará un valor tan bajo que el producto de cada hectárea cultivada será disputado por seis o siete personas.

Como consecuencia de las limitaciones de suelo no queda más opción que aumentar los rendimientos por hectárea. Pero este aumento no puede basarse en la tecnología actual, ya que el uso intensivo del agua, la energía, los productos fitosanitarios y los fertilizantes está causando ya daños insostenibles en el medio ambiente. Así, el uso del agua para regadío ha sido llevado a su límite, según los expertos. La humanidad consume ya más de la mitad del agua dulce renovable que le resulta accesible de acuerdo con las restricciones geográficas y temporales, y deja una cantidad muy exigua para el resto de los seres vivos. La creciente demanda de agua para consumo directo por una población humana en expansión excluye la creación de nuevos regadíos como forma de mejorar la productividad y ha de forzar a una mejor administración de los recursos hídricos.

El uso actual del resto de los factores mencionados -la energía y los productos agroquímicos- tiene consecuencias en extremo adversas para el medio ambiente: emisión de gases que aumentan el efecto invernadero, y que son deletéreos para la capa de ozono, contaminación del suelo y polución de los acuíferos. La búsqueda de soluciones a estos problemas se lleva. en varios frentes que merecen describirse sucintamente.

En primer lugar, las técnicas bien establecidas de la mejora genética convencional y las más recientes de la ingeniería genética constituyen uno de nuestros mejores recursos para conseguir una agricultura más productiva y más limpia. Como toda tecnología, sea nueva o tradicional, la genética no está exenta de problemas en sus aplicaciones agronómicas, pero esto sólo significa que debe ser usada con buen juicio y suficiente cautela. La obtención de variedades tolerantes a herbicidas más compatibles con el medio ambiente facilita el cultivo con laboreo mínimo, lo que disminuye el consumo energético y reduce la erosión del suelo. Además debe permitir un uso más racional y ajustado de estos productos. Del mismo modo, la incorporación de resistencia genética a plagas y enfermedades debe dar como resultado una disminución significativa del consumo de insecticidas y fungicidas.

En segundo lugar, hay que referirse al desarrollo de productos fitosanitarios más eficaces. En este sentido, se ha producido una conjunción reciente entre la síntesis orgánica combinatoria, que genera miles de nuevos compuestos, y la obtención de plantas transgénicas apropiadas que facilitan el rastreo de aquellos productos que poseen las cualidades deseadas. Idealmente: efectividad a menores dosis por hectárea, selectividad contra la plaga o enfermedad que se quiera combatir, sin afectar a otros organismos, y biodegradabilidad para que no se acumulen en el medio ambiente. En 1997 se han ensayado más productos que en toda la historia precedente. Algunos de éstos son eficaces a dosis inferiores a un gramo por hectárea.

En contraste con lo anterior están los problemas del uso de fertilizantes, que son menos tratables, especialmente los que se refieren a los fertilizantes nitrogenados. La biosfera está literalmente "atascada" de compuestos nitrogenados; no sólo de fertilizantes, sino también de óxidos de nitrógeno procedentes de los automóviles y las fábricas. Según un informe reciente (véase A. S. Moffat, Science, 279: 989; 1998), este problema es mucho más grave de lo que se pensaba, y, por otra parte, cada tonelada de producto recolectado tiene unos requerimientos de nutrientes que no admiten mucha reducción en la práctica; sólo cabe mejorar la precisión con que se aplican los fertilizantes para paliar algo su impacto ambiental.

En resumen, aunque es cierto que en el caso de Europa o de Estados Unidos, donde hay problemas de excedentes, cabría practicar una agricultura menos intensiva, si se encontraran fórmulas económicas y políticas para ello, a escala global esto no parece ser así. El nuevo milenio puede iniciarse bajo la renacida sombra del reverendo Malthus, y de momento no sabemos cómo remediarlo










Cara y cruz de la tercera revolución verde
JOSÉ ORTEGA SPOTTORNO, EL PAIS | Opinión 14-9-98

(…) Porque, aunque Malthus se equivocara y los alimentos hayan crecido de forma más que aritmética, una población creciente, en número y en ambiciones alimenticias, necesita mayor producción de alimentos. ¿Cómo lograrlo? La superficie roturable es ya mínima, estando en cultivo el 98% de la tierra productiva; el agua disponible para nuevos regadíos es prácticamente nula; el empleo de herbicidas y de abonos ha llegado a su saturación, con el peligro de envenenar las aguas freáticas y polucionar el ambiente. Mientras tanto, la población sigue creciendo y se nos viene encima, para mediados del nuevo siglo, la cifra espantosa de 10.000 millones de seres humanos sobre la Tierra.

Sólo cabe, por tanto, mayor producción por hectárea, y esto es lo que pretende la transgenética al crear nuevas variedades de las plantas tradicionales. La llamada agricultura orgánica o biológica no es para el autor ninguna solución alternativa. Consiste en rotar las cosechas para incrementar la fertilidad del suelo hasta poder intercalar una cosecha remuneradora; en mantener un equilibrio entre producción vegetal y animal; en el uso del estiércol y abonos en verde, y en el empleo de métodos naturales de control de enfermedades y plagas. Pues bien: los rendimientos de este tipo de agricultura no pasan, en el mejor de los casos, de un 80% de los que se obtienen por métodos convencionales y, por ello, requieren subsidios. Su volumen en Europa, por ejemplo, representa menos del 5% de la producción total.

Las semillas transgénicas aumentan la producción, reducen la vulnerabilidad de las plantas a determinadas enfermedades y plagas, disminuyen la necesidad de abonos y pesticidas, producen plantas más resistentes a factores adversos de suelo y clima y simplifican o eliminan las faenas de cultivo. Pero, como toda panacea, tienen un riesgo: que al introducir el gen buscado se produzcan también compuestos nocivos a la salud del hombre o del ganado. Por eso hay que exigir un control riguroso antes de comercializar una nueva semilla transgénica.

Contribuye a echar leña al fuego el que esas semillas las han creado y las venden las multinacionales, como la Monsanto en EEUU o la Novartis en Suiza. Constantemente se celebran foros y se publican artículos contra esa novedad de la ciencia y la tecnología, incluso pidiendo una moratoria mundial de la fabricación de los OGM u "organismos genéticamente modificados". (…)



La dieta del tercer milenio será transgénica

Los alimentos transgénicos son los que están elaborados con materias primas vegetales o animales genéticamente alteradas


PABLO FRANCESCUTTI, EL PAIS | Sociedad -18-10-98

Estados Unidos es la madre del invento: miles de millones de dólares han sido invertidos en firmas biotecnológicas (1.287 compañías, frente a 716 europeas, según la consultora Ernest & Young). Unas dos docenas de variedades de semillas han sido aprobadas. Este año, el 30% de las plantaciones de soja y el 25% de los maizales corresponderán a vegetales transgénicos. Lo que es más, el fetiche gastronómico nacional, el ketchup, ya se produce a base de tomates genéticamente modificados. Por ahora, los principales beneficiarios de este tipo de alimentos manipulados son las firmas biotecnológicas y los agricultores, que ven cómo maximizan el rendimiento de sus tierras. La expansión de las especies modificadas se ha beneficiado de una legislación favorable -mejor dicho, de la ausencia de normativa específica-. Tampoco existen en las organizaciones de consumidores estadounidenses los recelos con los que estos productos tropiezan en Europa. Ni es obligatorio el etiquetado, aunque hay presiones por parte de algunos grupos para que se adopte un sistema parecido al europeo.

La reciente aprobación por la Unión Europea de la normativa de los organismos modificados genéticamente ha dado vía libre a la llegada masiva de los alimentos transgénicos. De hecho, en España, los piensos y algunos alimentos preparados ya llevan componentes de esa clase. Veamos, pues, cómo y cuándo afectarán a la dieta del tercer milenio.

Los alimentos transgénicos están elaborados con materias primas vegetales o animales genéticamente alteradas. Básicamente, la técnica de transgénesis consiste en introducir un gen de una especie en las células de otra especie, sea un vegetal, un animal o un microorganismo. Dicho gen codifica una proteína responsable de ciertos procesos o cualidades interesantes (su resistencia a ciertas plagas o a condiciones climatológicas adversas, un crecimiento rápido, un cierto sabor, etcétera).

Siguiendo ese procedimiento, los laboratorios se aplican a quitar genes de aquí y ponerlos allá. Los cereales han sido los primeros en ser modificados. Les han seguido las hortalizas (calabacines y achicoria) y un repertorio variopinto de especies, desde caña de azúcar -que los cubanos intentan modificar con miras a producir papel- hasta un sucedáneo de la vainilla creado por los británicos a partir de una bacteria del suelo que transforma ácido ferúlico -un residuo agrícola- en un equivalente a la vainilla natural, extraída de una rara orquídea tropical.

Eso en el plano experimental. En la práctica, la gama de alimentos transgénicos es mucho menor. En la UE sólo hay dos en el mercado (maíz y soja), y otros cuatro, a punto. Según la norma europea, los comestibles fabricados con organismos transgénicos deberán decirlo en su etiqueta, siempre y cuando el producto entrañe una diferencia sustancial respecto de la versión natural, una distinción sutil que eximirá del etiquetado a un número impreciso de artículos.

La polémica del etiquetado tiene por trasfondo los riesgos ligados a la manipulación genética. Con las etiquetas se pretende defender el derecho del consumidor a elegir y a contrapesar riesgos y beneficios. Entre los posibles riesgos directos figuran las alergias y una menor respuesta a los antibióticos en caso de ingerirse alimentos modificados con genes resistentes a dichos fármacos. Entre los indirectos destaca la diseminación al medio ambiente de los genes introducidos en los cultivos, con peligro de causar alteraciones nocivas en otros organismos vegetales.

Para la industria biotecnológica y un sector de los científicos se trata de aprensiones exageradas. Sin embargo, pruebas en cultivos hechas por científicos daneses y americanos certifican que el "salto" incontrolado de genes de una planta a otra es una posibilidad real. Más incierta parece la perspectiva de alergias; al día de hoy no se han detectado de forma masiva. "Hace falta que pasen más años antes de que los estudios epidemiológicos den un diagnóstico preciso", advierten desde la Organización de Consumidores y Usuarios (OCU).

En cuanto a los beneficios, la primera oleada de transgénicos "aporta poco o nada al consumidor", explica Pere Puigdomenech, del Centro de Investigación y Desarrollo del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CID-CSIC). Por ahora, los principales beneficiarios son las industrias biotecnológicas y los agricultores. Para el consumidor europeo, la ventaja será indirecta: un abaratamiento de la comida correlativo al descenso de costos y la mayor producción (aunque actualmente el maíz transgénico cuesta igual que el normal). Los beneficios directos vendrán cuando de la sastrería genética salgan alimentos pensados para deleitar el paladar y mejorar su valor nutritivo.

En España, los alimentos transgénicos han llegado a la mesa, aseguran fuentes de la OCU. Pero no de forma directa, sino a través de sus derivados: la soja transgénica se utiliza de ingrediente en repostería y bollería, aunque es difícil precisar en cuáles artículos, porque hasta recientemente el etiquetado no era obligatorio (aunque en las tiendas naturistas ya se ven alimentos con el marchamo "producto no manipulado genéticamente"). El maíz transgénico se destina, en principio, sólo a piensos para el ganado.

La industria biotecnológica vaticina que en 15 o 20 años el 80% de los comestibles tendrá componentes transgénicos. Pero antes estos alimentos deberán ganarse la confianza de la población, demostrando que son iguales o mejores que los tradicionales e igual de seguros. No resultará fácil. El recelo de la opinión pública sigue en pie.

Diez años de polémica europea

Los alimentos transgénicos han empezado a llegar a Europa sin esperar a que las leyes les abrieran las puertas. La Unión Europea dio la aprobación a la importación de algunos productos transgénicos de Estados Unidos ante el argumento del libre comercio y dado que estaban autorizados ya en ese país tras haber sido sometidos a pruebas para garantizar su inocuidad. Sin embargo, la polémica en Europa aumenta ahora, mientras se tramitan nuevas aprobaciones de productos, algunos europeos.

A pesar de que ya en septiembre de 1989 la aprobación de una directiva al respecto se perfilaba como inminente, ésta no ha obtenido la luz verde del Parlamento de Estrasburgo hasta el mes de mayo pasado, cuando a los europeos no les queda más remedio que jugar con una política de hechos consumados. De hecho, la directiva, a estas alturas, lo que pretende es también agilizar las patentes biotecnológicas para situar a la industria europea en una mejor posición para poder competir con la potente industria estadounidense y japonesa.

El meollo del debate europeo ha sido siempre la obligatoriedad de informar al consumidor en la etiqueta de que el alimento procede de productos modificados genéticamente. La directiva, que aún ha de pasar por Consejo de Ministros y un periodo de adaptación de dos años, deberá subirse a un tren ya en marcha tras la autorización europea. España se ha convertido en el principal importador europeo de maíz transgénico de Estados Unidos, aunque en cantidad desconocida, ya que viene mezclado con el maíz normal.


Más vale prevenir que curar
Los autores defienden la necesidad de promover en España un amplio debate social acerca de los alimentos transgénicos


GREGORIO ÁLVARO CAMPOS y JORGE RIECHMANN, EL PAIS | Sociedad 4-2-98

El coordinador nacional de Ciencia y Tecnología de los Alimentos del CSIC, Daniel Ramón Vidal, en su artículo Los alimentos transgénicos (EL PAÍS, 20 de diciembre de 1997), realiza una encendida defensa de los alimentos manipulados genéticamente intentando convencemos de que son "científicamente seguros". Este texto no es sólo una réplica al artículo de Ramón Vidal que contiene lo que a nuestro juicio son importantes imprecisiones y omisiones científicas, sino que también expone las razones por las que diferentes sectores de la sociedad (científicos, consumidores, ecologistas, sindicalistas, agricultores....) creemos que los alimentos obtenidos por manipulación genética hoy por hoy están muy lejos de ser seguros. Alimentos obtenidos por manipulación genética (transgénicos o recombinantes) son aquellos que proceden de organismos en los que se han introducido genes de otras especies por medio de la ingeniería genética. Para la introducción de genes foráneos en la planta o en el animal comestibles es necesario utilizar como herramienta lo que en ingeniería genética se llama un vector de transformación: "parásitos genéticos" como plásmidos y virus, a menudo inductores de tumores y otras enfermedades, como sarcomas, leucemias... Aunque normalmente estos vectores se "mutilan" en el laboratorio para eliminar sus propiedades patógenas, se ha descrito la habilidad de estos vectores mutilados para reactivarse, pudiendo generar nuevos patógenos. Además, tales vectores llevan muchas veces genes marcadores que confieren resistencia a antibióticos como la kanamicina (gen presente en el tomate transgénico de Calgene) o la ampicilina (gen presente en el maíz transgénico de Novartis), resistencias que se pueden incorporar a las poblaciones bacterianas (en nuestros intestinos, en el agua o en el suelo). La aparición de más cepas bacterianas patógenas resistentes a antibióticos (un problema sobre el que la OMS no deja de alerta) es un peligro para la salud pública imposible de exagerar.

Si bien la ingeniería genética es una herramienta potentísima para la manipulación de los genes, actualmente existe un gran vacío de conocimiento sobre el funcionamiento genético de la planta o animal que se va a manipular. ¿Qué genes se activan y se desactivan a lo largo del ciclo vital del organismo, cómo y por qué lo hacen? ¿Cómo influye el nuevo gen introducido en el funcionamiento del resto del genoma? ¿Cómo altera el entorno el encendido o el apagado de los genes de la planta cultivada? Actualmente, todas estas preguntas se encuentran, en gran medida, sin respuesta. La introducción de genes nuevos en el genoma del organismo manipulado provoca alteraciones impredecibles de su funcionamiento genético y de su metabolismo celular, y esto puede acarrear: a) la producción de proteínas extrañas causantes de procesos alérgicos en los consumidores (estudios sobre la soja transgénica de Pioneer demostraron que provocaba reacciones alérgicas, no encontradas en la soja no manipulada); b) la producción de sustancias tóxicas que no están presentes en el alimento no manipulado (en EE UU, la ingestión del aminoácido triptófano, producido por una bacteria modificada genéticamente, dio como resultado 27 personas muertas y más de 1.500 afectadas), y c) alteraciones de las propiedades nutritivas (proporción de azúcares, grasas, proteínas, vitaminas ...).

Los peligros para el medio ambiente son incluso más preocupantes que los riesgos sanitarios. La extensión de cultivos transgénicos pone en peligro la biodiversidad, estimula la erosión y la contaminación genética, y potencia el uso de herbicidas. Según un informe de la OCDE, el 66% de las experimentaciones de campo con cultivos transgénicos que se realizaron en años recientes estuvieron encaminadas a la creación de plantas resistentes a herbicidas. Tal es el caso de la soja transgénica de Monsanto, resistente al herbicida Roundup, que produce la misma multinacional. La Agencia de Medio Ambiente de EE UU considera que este herbicida de amplio espectro ha puesto al borde de la extinción una gran variedad de especies vegetales de EE UU; también se le considera uno de los herbicidas más tóxicos para microorganismos del suelo, como hongos, actinomicetos y levaduras. Otra de las preocupaciones fundadas acerca de los cultivos transgénicos es el posible escape de los genes transferidos hacia poblaciones de plantas silvestres relacionadas con estos cultivos mediante el flujo de polen: ya han sido bien documentadas numerosas hibridaciones entre casi todos los cultivos y sus antepasados naturales. La introducción de plantas transgénicas resistentes a plaguicidas y herbicidas en los campos de cultivo conlleva un elevado riesgo de que estos genes de resistencia pasen, por polinización cruzada, a malas hierbas silvestres emparentadas, creándose así "malísimas hierbas" capaces de causar graves daños en cultivos y ecosistemas naturales. A su vez, estas plantas transgénicas, con características nuevas, pueden desplazar a especies autóctonas de sus nichos ecológicos. La liberación de organismos modificados genéticamente al medio ambiente tiene consecuencias a menudo imprevisibles e incontrolables. Hay demasiados peligros reales para afirmar que estos alimentos son seguros. Hoy por hoy, la comercialización de alimentos transgénicos es un acto irresponsable que convierte a los consumidores en cobayas humanos, y a nuestra insustituible biosfera en un laboratorio de alto riesgo. En Europa, el debate está abierto. En diciembre de 1996 llegó a Barcelona el primer cargamento de soja transgénica procedente de EE UU, entre las protestas de los grupos ecologistas. Encuestas realizadas en numerosos países han revelado un rechazo generalizado al consumo de alimentos transgénicos por parte de la población. Las autoridades de la UE están sufriendo una enorme presión por parte del Gobierno de EE UU y de las multinacionales agroquímicas para conseguir una legislación laxa que no ponga ningún tipo de restricción a los cultivos y los alimentos transgénicos. Se intenta que países como Luxemburgo, Italia y Austria, que habían prohibido el maíz transgénico de Novartis, vuelvan atrás sobre su decisión. Los vegetales transgénicos se comercializan mezclados con los normales, y además las compañías se niegan al etiquetado distintivo, con lo que el ciudadano está indefenso y sin posibilidad de elección. El interés crematístico y monopolístico de las multinacionales agroquímicas no es la mejor garantía para nuestra seguridad alimentaria, nuestra salud ni la habitabilidad de la biosfera.

Desde le movimiento ecologista y las organizaciones sindicales creemos necesario promover un amplio debate social acerca de los alimentos transgénicos. Las multinacionales agroquímicas, con el beneplácito de los respectivos gobiernos eluden el debate y aplican la violencia de los hechos consumados cuando se adoptan -sin participación democrática- las decisiones que introducen estos alimentos en nuestros mercados, nuestras cocinas y nuestros estómagos sin nuestro consentimiento. Demasiadas grandes opciones tecnológicas han mostrado en el pasado reciente su potencial de catástrofe (DDT, vacas locas, Chernóbil...) como para permitirnos ninguna ingenuidad. Las tristes experiencias pasadas aconsejan prudencia extrema para que no pueda ocurrir ningún "Chernóbil biotecnológico". No lo decimos animados por ninguna intención anticientífica, queremos ciencia pero con prudencia, y sobre todo, más democracia, también para decidir sobre las políticas científicas y tecnológicas.